Sr. Ricardo Frazer:
Se me hace necesario escribirle, no como un ímpetu del momento presente, sino como un merecido gesto de gratitud inconscientemente macerado durante años. Espero que estas líneas las entienda como tal, y no como una molestia más de un admirador más.
Corría el año 1995, año arriba o año abajo tal vez, cuando me llevaron a ver su espectáculo Tempestades, en Santiago de Compostela, ciudad en la que nací y me hice hombre.
Recuerdo que la sensación de acomodarme en un teatro era todavía novedosa a mi edad. Recuerdo verle a usted obre el escenario declamando palabras, versos y frases que percibía como familiares, pero que acababan de cobrar auténtica vida, para mí, sentado en aquella butaca.
Su presencia resultaba mayestática y cálida a la vez. Sombría y profunda, arrancada de lo más hondo de la condición humana. Era usted un montón de tripas hechas lírica.
Aquel tiempo que pasé observándolo a usted, en primera fila del teatro, traspasó el tamiz de mis vivencias para grabarse hondamente en mi memoria. Lo recuerdo como uno de los días más importantes en mi vida.
El porqué no podría decírselo, por la propia inefabilidad del hecho en sí, pero puedo asegurarle que lo que sentí en aquel teatro me ha acompañado durante toda mi vida, hasta el día de hoy, como la confirmación de que no estoy loco del todo, ni lo suficientemente cuerdo como para no sentir las cosas que siento.
Existe una inconmensurable belleza intrínseca a las palabras. Y cada uno le añade su eco y su música. No son meros sonidos articulados, sino la tragicómica alma humana dando coletazos. Envolvió usted a los niños que ahí estábamos en una atmósfera de cariño y dolor que cada uno respiró como quiso, o como pudo.
Sin embargo, y aunque le parezca a usted raro, no fue en aquel teatro donde su obra permeó mis entrañas, sino en un antiguo disco compacto en el que usted reproducía su recital.
Fue un amigo, también sensible a la belleza, quien me lo regaló. Recuerdo haberlo guardado entre las páginas del primer libro que compré, entre el poema veinte y la canción desesperada.
Ese disco lo contenía a usted como vehículo de mi poeta favorito. Lo reproducía de noche, a oscuras en mi habitación, mientras mis padres veían televisión. Recuerdo el límpido sonido de su voz avivando las imágenes del poeta: casas con flores, bandidos en cementerios, lánguidos cisnes moribundos…
Sus sílabas eran prístinas, su timbre puro de sensaciones. Sus silencios portentosos. Se podían escuchar sus lágrimas y el dolor que emanaba de aquellos dolorosos versos.Todo lo vi en aquel disco.
Es por eso que hoy, liberado de las cargas de la adolescencia, y con la serenidad de la firme adultez que me sostiene, me apetece agradecerle con estas líneas su magnífico trabajo en el mundo.
De entre la maraña de todos los oficios inútiles que pueblan nuestros días, el suyo se eleva como uno de los verdaderamente necesarios. Ha ayudado usted a construir personas enteras de retoños distraídos. Y en lo tocante a mi propia persona, su espectáculo es uno de los pilares en los que he decidido asentar mi visión del mundo: una en la que la belleza y los sentimientos son parte fundamental del camino correcto. Una en la que las palabras importan, y mucho, porque
nos muestran a los demás, incompletos o perdidos, vivaces o moribundos, pero nunca vacíos.
Mis más sinceras felicitaciones por los treinta años de Tempestades y mi enhorabuena por su trabajo y su actitud.
Gracias por su tiempo, Sr. Frazer.
Atentamente,
Eloy Blanco